En cuanto desenvolví el papel de china recordé el gesto indeciso de mi tía Cecilia, arrugaba su pequeña nariz respingada mientras sopesaba pros y contras; sus pupilas se movían hacia el lado izquierdo; sabías que la decisión estaba tomada, al escuchar el suspiro de alivio que surgía de su pecho. Aquel día nos aventuramos en los callejones alejados del centro de Brujas; en un español cortado, un transeúnte nos comentó que allá encontraríamos mejores precios. Desde que partimos de la ciudad de México se entusiasmó con la idea de comprar una seda para mi vestido de novia. En ese entonces, cursaba el primer año de la carrera, mi novio era nueve años mayor, parecía que las expectativas familiares arribarían a buen puerto.
Fui su consentida antes de existir. Cuando mi madre se casó, le prometió que su primera hija llevaría su nombre, así su hermana soltera tendría una sobrina que lo portara con el mismo agrado que ella.
El día de mi boda, mi familia se sentó en un pequeño espacio alejado del resto de los invitados. Se enteraron del matrimonio unos días antes de la ceremonia, y por supuesto, no hubo oportunidad de recordar la tela que quedó guardado en espera de una mejor oportunidad para lucirse. Con quien me desposaba era solo dos años mayor que yo. El vestido me lo prestó una amiga, quien me hizo prometer que, pese a nuestra situación económica, lo mandaríamos a la tintorería antes de devolverlo. Mi tía fue de las primeras que volvió a dirigirme la palabra y aceptó convivir con mi marido.
No recuerdo cuánto costó la tela, seguro era muy buena.
Hoy, cuarenta años después de aquel viaje, la encontré mientras escombraba mi closet, envuelta con cuidado en papel de china, con seguridad, mi mamá la dejo así. A mi mente acudió un plano entero del callejón alejado del centro; mi tía Cecilia era temerosa, estábamos en un país extranjero, sin que ninguna hablará el idioma, lejos del tour; sin embargo, cuando se trataba de su familia, en su interior encontraba los arrestos para conseguir sus deseos. La lente de mis recuerdos colocó en un primer plano su mano disfrutando la suavidad de la seda, sonriendo segura de que en breve sería un vestido hermoso. Un regalo de quien me amó de manera incondicional.
Cuando lo desenvolví recordé que mis hermanas no quisieron utilizar una prenda que no fue pensado para ellas; una eligió un hermoso vestido pintado a mano y la otra argumentó su gusto por la sencillez.
Escuché el fuego interno y envié la tela a la costurera: le he pedido una falda larga, será un regalo sorpresa para mi hija. Imagino la sonrisa de mi tía Cecilia ─donde quiera que se encuentre─, su cabeza ladeada pretendiendo modestia, pero con unos ojos brillantes de orgullo y amor. Será una falda hermosa y vaporosa, como le gusta a una de sus sobrinas nietas, quien por cierto lleva el nombre de su hermana favorita, Sara.