Te acompaño

Al ángel le ilusiona el día en que pueda descubrir su nombre; solo entonces un alma la verá.

Recién cumplió los axiomas, esas verdades que se respiran hasta volverse parte del alma, que se requieren en El Refugio para que Llave la considere digna de sus apariciones. Se mantiene activa, entrenando su espera: se encarama entre los cúmulos para inspirar gestos que nacen del corazón humano y para imaginar, apenas un instante, lo que se siente al estar del otro lado del cuerpo: que alguien deje agua para los animales callejeros, que un desconocido ayude a un ciego a cruzar, que otro coloque una moneda al hueco de una mano extendida.

¿A qué sabe el agua?

¿Cómo será el roce de un cuerpo?

¿Y ese apretón de manos, inmediato y verdadero, después de ayudar?

¿A qué huele una flor cuando dos humanos se inclinan a olerla al mismo tiempo?

Acompañar no es solo velar. Es rozar, por un resquicio, el mundo que no se le concede a cualquiera

En El Refugio no existe el tiempo —solo es una invención humana—, y el ángel sabe que Llave surgirá cuando el instante sea justo para ambas: ella y el alma que la espera.

Un cosquilleo sutil fue la señal.

En su palma brilló una llave diminuta.

Abrió la puerta.

Y la experiencia humana

—del alma que la eligió—

la atravesó como un río;

No era su vida, pero bastaba:

era estar cerca del temblor de la vida.

Labios en sonrisa,

al sentir el primer abrazo.

Una lágrima enjugada

de su primer raspón.

Labios – sonrisa,

al amor revelarse.

Lágrimas que no duelen,

pero brotan igual:

porque habitar un cuerpo también es desbordarse.

Sonrisas, gozo,

el temblor sagrado del asombro.

Acompañar,
hasta que sus ojos se cierren.

Y entonces comprendió:

llamarse es asumir la misión.

Nombrar es volverse forma, y destino.

Su nombre encontró cuando la madre susurró, al oído del cuerpo que recibió al alma:

—Marcela te llamarás.

Porque acompañarás con fuerza,

protegerás sin ser vista,

y pelearás por el alma desde el silencio.

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