Sol de invierno

A veces, en ciertas circunstancias, es mejor no abrir la boca, si eso fuese posible… como no, callar es una bendición. El primer día que me bañó preferí cerrar los ojos; intenté bloquear cada uno de mis sentidos, pero me fue imposible. Para él tampoco resultó sencillo, lo sentí en el frío temblor de sus manos. Robert, mi esposo, lava con empeño mis partes íntimas cada semana, pero a veces sus viajes se lo impiden. Él, Alfonso, me limpia diario y cambia las bolsas de mis desechos. No tengo control de nada. Los días pasan sin sentido. El pudor cedió a la cotidianidad, como saltan los resortes de un colchón vencido.

Cierro los ojos quizá por costumbre, por la incomodidad de los movimientos, pero quizá también por él, por su mirada joven. Se lo toma con seriedad, como siempre ha sido: un niño adulto. A veces lo odio. Pero me odio más a mí, por no haber sido firme.

Disfruté el baño de hoy. El sol de invierno, intenso, quemante, me agrada, vivo con el frío clavado debajo de la piel. La crema y el masaje me reconfortan, pero en algunas ocasiones siento que mi cuerpo defeca y, aunque sé que es imposible, siento la habitación llenarse de esos espantosos aires. Tal vez él también lo percibe porque abre las ventanas, dice que es para que la habitación se ventile, pero no, yo sé que no. Cierro los ojos y me aferro a que no siento el frío.

Los primeros días no hablaba, se limitaba a acompañarme, a asistirme, me leía tonterías de psicoanálisis, como si aún me interesara; luego empezó a hablarme: fueron días relajados, los disfruté. Últimamente habla como si yo no estuviera, como si se dirigiera a un objeto. Tiene una vida fuera de estas paredes, pero la mía está sepultada en este espacio de mierda. Lo envidié, pero ya no. Estamos atados, como en el Apando. Así, mi hijo Alfonso y yo estamos presos en casa, yo aquí; él aquí y donde quiera que va. No puede liberarse de este mojón de mierda que soy ahora.

Los escucho platicar. Debo tener mejor oído, parece que estuvieran en esta habitación. Las cosas no andan bien: menores ingreso, mayores gastos. Es imposible no notarlo: Robert realiza viajes más largos y consecutivos, y Alfonso se hace más cargo de mí que de su vida. Lo que siempre desee, que gravitaran en torno a mí. ¡Qué lamentable! Una frase de mi tío consentido viene a mi mente: “Ten cuidado con tus deseos…” Me reía de él, aunque sabía que tenía razón, siempre tuvo razón. Lo poco que hubo entre nosotros lo disfruté mucho. Cómo lo adoré…

Robert se parece a él en su fuerte carácter, aunque le falta mucha imaginación, la necesaria para ser un buen amante. Llegué a tenerle gratitud por su empeño, y aunque nunca fue suficiente… me conformé con lo que recibí. ¡He sido una idiota! Ninguna parte de mi cuerpo reacciona, pero mi mente ansía caricias, una al menos… o dos o más, las suficientes para reventar de placer. Siempre las necesité. Lo miro con ardor, entorno los ojos para que me entienda, pero es una pérdida de tiempo. La intuición tampoco es lo suyo. Es un inútil. “Un hombre decente”, dirían algunas mujeres; pues que se lo traguen.

Qué daría por una visita de mi tío. Él complacería mis necesidades y encontraría las que ni imagino. Fue mi ángel, mi salvador; desde que era una jovencita supo de mis precoces necesidades. Es algo que se huele, que se intuye, que se percibe… como un don. Hay quien lo necesita con urgencia y hay quien no puede contenerlo y requiere compartirlo.

Son las noches las más terribles, en mis insomnios sueño con sus manos hurgando mis deseos; decía que mi piel era lo más bello de mí, le gustaba “seguir la pista”, decía: recorrerme, sabía posar su ansia en mi espalda y en los muslos y en mi vientre y quedarse allí hasta hacer que me perdiera y gravitara en sus caricias… como un viento suave, perfumado, húmedo.

Por la mañana la habitación huele a nuestros humores y Alfonso descubre mi secreto, lo sé.

El otro día escuché clarito cómo me preguntaba por él. No tuve que esforzarme por voltear la cara o hacerme la ofendida. No puedo moverme. Pero el rubor se me subió y allí entendió que mi tío, que se llama como él ─lo único que tengo de su vida─, visita mis sueños. Me sentí más desnuda que cuando me baña. ¿Habrá algo que pueda ocultarle? Lo odio, lo odio con todas mis fuerzas.

Si creyera en el destino diría que ha sido cruel, que te da de a poco con una mano y te quita de tajo con la otra. Ahora entiendo que mi tío fue el mejor hombre que pude tener, ninguno se le compara. “Si no encuentras al indicado, al menos diviértete”. Entendí lo que me dijo el último día ─me resigné─ y uní mi vida con un buen tipo. Hubiese sido mejor seguir buscando el resto de mi existencia.

Tiene suerte, Robert, aún con las pretensiones de tener a otros, ahora no puedo, el destino me mantiene arrumbada en esta cama, como un objeto, una sábana, la almohada, el cuerpo de una mujer estúpidamente inútil, tan inútil que respira gracias a una máquina, tan inútil que no sirve ni para ser violada. ¡Y qué ganas de ser maniatada, ultrajada, golpeada, sometida!, ¡sometida mil veces! ¡Algo!, ¡que alguien haga algo, maldita sea!

Me niego a abrir los ojos. No es ningún acto de rebeldía como dice Robert y Alfonso. Me resisto a seguir. ¡No aguanto! No sé ni cuando sale la mierda, ni los orines; si acaso, aunque no los siento, los fluidos vaginales.

Cada día los sueños son más vívidos. Me aferro a ellos y entonces estoy más tranquila. Mi hijo lo nota, ha cambiado. Sus manos volvieron a los titubeos de los primeros días, cuando recién inició esta locura de operarme el cerebro. Solo era el leve indicio de un tumor. No tenía molestias, pero ellos y los doctores insistieron en que era mejor operarme para que no terminara en tragedia. ¡Los odio a todos! Terminó en lo que nadie quería. Una absurda y estúpida tragedia.

No sé cómo llegamos a esto. Mi hijo me conoce mejor que lo que me conoció mi tío Alfonso. Me sorprende. Me siento mejor y es gracias a él. Estoy tranquila. No estoy segura, pero, de haberle tenido paciencia estos dos años de cama, las cosas hubiesen sido diferentes. Pero no. Siempre supo lo que añoraba y me lo concedió como un compañero de vida. Ha sido difícil entenderlo; pero, en algunas circunstancias, las barreras físicas y morales son un estorbo que deben borrarse… Eso también es un don.

Le he pedido, en esta comunicación que logramos, que me desconecte. Se niega. Nos hemos dado 48 horas para pensarlo. En ese tiempo, se lo agradezco en el alma, pero no habrá más visitas ni más sueños húmedos con “Alfonso”. Disfrutaré tranquila mientras este sol de invierno se apaga.

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