Después de la comida, la charla seguía fluyendo. Carlos propuso un juego de mesa. Me enterneció ver cómo todos sacábamos los lentes de los bolsos y chamarras: recordatorio silencioso del paso del tiempo. Gustavo, con su humor habitual, soltó la primera:
—Ni duda cabe, ya estamos grandes. ¡Miren nada más cuánta vista cansada!
Andrea, ajustando sus gafas, respondió con media sonrisa:
—Ni digas. Yo solo los uso para enfocar bien. ¿Vamos a empezar con las pláticas de los nunca? Nunca me había dolido la rodilla, nunca pensé que fuera tan olvidadiza… Y, bueno, nunca me iba antes de que anocheciera, así que apúrenle con el juego.
—Ahorita pongo café —dije—. Nunca me había provocado insomnio, pero esta noche lo vale.
Mientras preparaba la cafetera, pensé en lo improbable y afortunado de reencontrarnos. En la fiesta de generación terminamos en la misma mesa, los “aburridos” de siempre: matrimonios intactos desde hace treinta años, sin historias de divorcios ni conquistas nuevas. Al despedirnos esa noche, bromeé con que nuestra especie estaba en peligro de extinción. Bastó esa frase para que comenzáramos a vernos con regularidad.
Nos reíamos de nuestras torpezas tecnológicas y de cómo el mundo nos estaba dejando atrás. Siempre, inevitablemente, acabábamos hablando de la siguiente generación.
Ese día, Laura estaba más callada que de costumbre. Hasta que se animó:
—Quizá ustedes me entiendan. La semana pasada, mis hijas me invitaron a comer. Solo ellas y yo. Algo traían entre manos. No les voy a contar todo lo que especulamos —dijo sonriendo con un dejo de tristeza—. Beto y yo estábamos ilusionados. Pensábamos que podríamos ser abuelos. Son chicas tranquilas, así que no se nos ocurrió nada malo.
Hizo una pausa antes de continuar:
—La reunión era para decirme que habían decidido no tener hijos. Que, incluso si se casaban, no serían madres. Me dieron muchas razones… que, si soy honesta, no escuché. Solo pensaba en quién se quedaría con el negocio, en para qué habíamos trabajado tanto. Me dio un bajón. Estuve tres días sin salir de la cama. Hasta que, hablando con Beto —dijo, tomándole la mano—, decidimos que era momento de cambiar nuestros planes. El próximo año vamos a viajar.
Alzamos las tazas de café y las copas de vino para brindar. Después vinieron las confesiones: “hay que respetar su decisión”, “yo sí quería ser abuelo, pero ni modo”, “mi abuela fue lo máximo para mí”.
Tomé un sorbo y dije:
—Nos tocó ser pioneros de muchos cambios. Esta decisión de nuestros hijos es otro: nos obliga a reimaginar el futuro. Tal vez no daremos amor incondicional a un nieto, pero no porque no sepamos cómo, sino porque esta vez lo haríamos con más consciencia, con menos miedo. Recordé un día de campo con mi abuela, mi mamá, tías y primos. Nueve nietos empapados en un riachuelo, sin muda, pero felices. Mi abuela, con su lógica de mujer sabia, aseguraba que el sol nos secaría. Al terminar la comida, afirmó que llegaría antes que nadie al final del sendero. Y se dejó rodar cuesta abajo, gritando de risa, con hojas en el cabello. Nunca la vi tan feliz.
Tal vez de eso se trata ahora: volver a jugar. Si no habrá nietos, al menos habrá tiempo. Y excusas ya no hacen falta.
Esa noche, antes de dormir, pensé en hablar con mi esposo sobre nuestro viaje pendiente a sitios históricos. Pero soñé con una niña preciosa sentada en mis piernas. Jugábamos a pipis y gañas. Sabía quién era. Y también sabía que no la conocería.