No la imaginé así de vuelta

Te preguntas ¿cómo habría recibido ella, Elenita, un mensaje, en donde le expresaras que tienes problemas con tu pareja y que quieres su consejo? La conoces, apenas entendería el texto y seguramente lo borraría del celular; claro, luego lo rescataría de la basura y lo leería y releería, no sin antes sufrir una noche de insomnio, como cualquier mujer histérica.

Para su fortuna, Héctor, lo tienes claro, tú jamás le pedirías un consejo, te cortarías “uno” antes de hacer esa clase de “tontejadas”. Parece que no aprendió nada de tu experiencia o quizá, no fuiste lo suficientemente inteligente para enseñarle algo tan básico como el decoro y los buenos hábitos “post-relaciones”. Hay que andar con pies de plomo, te lo has repetido desde su partida: el primero que cae es el más débil, el que declara que se equivocó y quiere que le regresen su apuesta.

Hiciste bien en comentarle en tu carta de respuesta eso de que las relaciones son como un baile en donde ambos son indispensables, son rollos que les gusta escuchar a las mujeres. No puedes negar que algo se mueve en tu corazoncito, pero hay que aguantarse, campeón. La sometiste a pruebas y pasó todas; pero se te fue la mano, la descuidaste y hasta un pinche chamaco te la ganó. Ahora sabes lo que quería… La experiencia sirve también para reemplazar debilidades, de sobra lo sabes.

Sigues empeñado en mirarte al espejo recriminándote y preguntando ¿Por qué? No hallas razones… Haces lo indecible por borrar las dudas. Es mejor. Pero no hay problema ─continúas en lo tuyo─, como dicen: “se rebelarán, pero regresarán a comer de tu mano”. Y mira, ahora lo confirmas: ya regresó. No la imaginaste así de vuelta… derrotada y ojerosa. Por más que diga que solo quiere un consejo. ¿Un consejo? Mira, mira. ¡Un consejo!: quién cree que eres: ¿su hado psicólogo? Puros pretextos, “ese gallo quiere su maíz”.

Lo pensaste de mil formas, pero nunca que regresaría de esa manera: que ya no aguanta a su chamaco, que es hiperactivo, que quiere su lechita todas las noches; pero, ¿cómo lo va a aguantar?, probablemente le guste el cantante ese, ¿cómo se llama, “Medio metro”? Te dio un poco de lástima, la ves tan indefensa y tú te sientes tan gallo: no lo niegues, Héctor. Como buen apostador lanzaste el mejor de tus tiros: discreto, sin soltar mucho lazo, como diciendo “acá ando nena, por si se ofrece”.

Recuerdas, hace tantos años, cuando la conociste, lo tienes tan grabado: Por más que te apersonaste y fuiste tan solícito con esa linda y tierna jovencita que era Elena, ni caso te hizo. Pero lo sabes, esa mirada te delata, echaste mano de tus trucos: no hay defensa contra la lisonja, afirmaste: primero todo, luego nada; y cuando ella tocó a la puerta… ¡zaz!… ¡No hay nadie en casa…! Cayó como otras. Claro, te sirvió contratar a esas dos “edecanes” para las fiestas en donde sabías que iría Elenita. ¡Las mujeres y sus celos, caray! ¿Cómo dicen ellas?, “si tantas andan con él, algo debe tener”. O ese otro: “las mujeres que trae son tan guapas, que debe ser muy inteligente”. Son animalitos pretenciosos y quieren, a toda costa, al mejor gallo, así sea viejo y feo.

Pero no me digas que ella no te importaba o que no te dolió cuando se fue con ese “chamaco caguengue”, no bajes la mirada, Héctor. Sabes que desde antes ya te los pintaba, esas cosas no nacen de la noche a la mañana. La tenías abandonada. La verdad… te dieron tu merecido, campeón. Es doloroso saberlo, pero te lo ganaste, ¡canijo!

No pongas cara de “puchero”, ahora viene la tuya. Hiciste bien en escribirle la carta: muy propio, ni tú te conocías esas mariposas. Unas líneas inteligentes y pulcras; claro, luego de cinco intentos en donde le mandabas saludos a la más vieja de su casa. Escribiste como poeta, lo que sea de cada quien: una oculta e inteligente vena literaria, como dicen.

Pero el segundo mensajito, invitándola a tu departamento, estuvo genial, una jugada maestra, no ocultas el brillo en tus ojos ni la brillante sonrisa. Con unas cuantas y efectivas palabras, sin dar mayores argumentos, la llevaste a donde querías: “Elenita, esas cosas hay que platicarlas con cuidado, creo que puedo saber cuál es la solución, si quieres te espero en mi casa”. En el momento en que te dio la afirmativa, te declaraste campeón. ¿Qué sería la vida sin reconciliaciones?, sonríes de encía a encía.

En este punto te detienes a meditar: ¿regresará como la señora de la casa o solo se le dará su merecido? Lo primero es un tema delicado y complejo, lo segundo divertido. Pero en cualquier opción, lo sabes, debe seguir el camino del sufrimiento y del dolor, lo tienes decidido y jurado. Tu mente empieza a trabajar en cómo arreglar la estancia al gusto de ella, para que crea que la extrañas, y también en los detalles que dejarás, como olvidados, en el baño y en tu habitación; “su sexto sentido” ─como siempre─ le revelará que hay otras mujeres; cuando pregunte ─porque preguntará, es un hecho─, harás el guiño de sorpresa que tienes ensayado y serás muy enfático en asegurarle que lo importante en ese momento es su relación con David, su jovencito adorado. Su mirada será decisiva, allí tomarás el rumbo que mejor consideres, el azar es el picante en la diversión de los chingones. Será divertido, muy divertido, te relames en tu visión. No olvidarás darles continuidad a los mensajitos, a ellas les gusta el romanticismo ramplón.

Un último detalle que, por tu preocupada expresión, no se te escapa: ya tiene una hora de retraso. Te esfuerzas en relajarte… “es imposible que te quede mal”, aseguras.