Cada noche, el viento silbaba entre los tallos secos del trigal que rodeaba la vieja granja de los Murillo. Era una tierra olvidada, sin señal de teléfono ni más luz que la de la luna. Aun así, don Eusebio se negaba a abandonarla. Decía que la tierra le hablaba. Que no todos los susurros del viento eran del viento.
Una noche de otoño, algo cambió.
A las 2:17 a.m., los perros comenzaron a aullar con una desesperación que heló la sangre. Eusebio, empuñando su linterna y su escopeta oxidada, salió al porche. Lo que vio lo dejó sin aliento: tres columnas de luz azul descendían del cielo como lanzas divinas, deteniéndose justo sobre el trigal.
Las espigas se movían sin viento. Se retorcían.
Desde la oscuridad surgieron figuras: altas, delgadas, de ojos enormes y sin párpado. No caminaban; flotaban. Su piel era gris, como ceniza mojada, y su presencia trastocaba el aire, como si el mundo entero contuviera la respiración.
Eusebio disparó. No por valentía, sino por puro instinto.
La bala nunca llegó.
Una de las criaturas levantó la mano y el proyectil se detuvo en el aire, girando, vibrando, y luego se desintegró en un polvo de luz.
Eusebio sintió un tirón detrás de los ojos, como si algo rebuscara en su mente, arrancando memorias, husmeando en sus temores más íntimos. Se cayó de rodillas, temblando, murmurando oraciones rotas.
—Ustedes… no son de Dios —gimió.
Uno de los seres se inclinó. No hablaba con palabras, pero su mensaje fue claro: “Dios no tiene poder aquí.”
Las luces se apagaron de golpe. Silencio absoluto.
A la mañana siguiente, el trigal estaba calcinado en círculos perfectos. Ni rastro de los perros. Ni rastro de don Eusebio.
Solo quedó su escopeta, fundida en un metal irreconocible. Y una palabra grabada en la tierra, en un alfabeto que ningún lingüista ha podido descifrar hasta hoy.
Pero los ancianos del pueblo aseguran que, si escuchas con atención durante las noches de luna nueva, puedes oírlo: un susurro lejano, como un eco venido del cielo…
“Volveremos.”
