LÍNEA AMARILLA

Autora: Bernardette Moreno

7:42 a.m. El aire huele a desvelo y desesperación. Ella baja los últimos escalones que conducen a la entrada del metro. Desde ahí ya ve la masa: los cuerpos apretados contra los torniquetes, las mochilas giradas hacia el pecho, los brazos extendidos con la tarjeta lista como espadas en alto. Intenta respirar, pero el pecho se le encoge.

Da un paso. Luego otro. Pero no puede avanzar. La fila no existe, es un enjambre que se arremolina, que empuja sin mirar. Siente el primer codazo en la espalda. La bolsa de una mujer le raspa el antebrazo. Alguien pasa a su lado y roza con una impaciencia que arde. Su corazón late más rápido. Se agarra el bolso con ambas manos y aprieta los labios.

¡Avancen! —grita alguien desde atrás.

¡No hay pa’ dónde! —responde otro, con el tono agrio de quien madruga todos los días para repetir el mismo infierno.

Ella logra pasar el torniquete. El “bip” de la tarjeta suena como un permiso dudoso, como una tregua. Pero al otro lado, el pasillo es una garganta saturada de cuerpos en tránsito. Nadie camina, todos se empujan en una danza violenta y muda. El sudor ajeno le mancha la ropa. Una mano se aferra a un tubo justo a la altura de su rostro. Cierra los ojos. No quiere mirar. No quiere estar ahí.

Piensa en dar la vuelta. Piensa en salir corriendo. Pero ya no se puede. No hay retorno posible. Está atrapada en sus pensamientos, en sus intenciones, en su decisión. Una corriente que no cede, que la arrastra hacia el andén. Siente un nudo en la garganta. No es llanto, no todavía, es algo más: una tensión que le crece en la espalda, una alarma interna.

Al llegar al andén, ve cómo la gente se agrupa al borde, esperando al tren. El sonido del convoy acercándose la atraviesa como una amenaza. El empuje se intensifica. Alguien la toma por el hombro sin permiso. El vagón se detiene. Las puertas se abren y la estampida comienza.

Ella intenta resistirse, pero ese cuerpo ajeno la empuja, la dobla, la obliga. Siente que no tiene forma, que su voluntad ha sido disuelta en ese océano de prisa. Alguien grita que se metan. Otro le grita a ella que no se quede parada.

El tren arranca. Ella no sube. En segundos, el andén se vuelve a llenar. Un codo le presiona las costillas. Alguien pisa su pie y no se disculpa. No puede moverse. No puede respirar del todo. El sudor recorre su espalda. La cabeza le zumba. Y por un segundo, solo uno, desea no existir.

Entonces, cierra los ojos. Se repite que falta poco. Que todo pasa. Ahora solo existe la angustia, y un tren que se acerca como si tragara los restos de su paz. Este es mi momento, se dice a sí misma.

El tren viene rechinando desde el túnel como un monstruo de acero. Ella ya no ve con claridad. Todo se desdibuja: los rostros, las voces, las señales luminosas. Solo siente el calor asfixiante, el zumbido en los oídos, el temblor en las piernas. El andén está tan lleno y ella apenas puede mantenerse en pie. Sin embargo, su cuerpo comienza a ceder. Su aliento se vuelve irregular. Una arcada seca le sube por la garganta. Vio el borde del andén borroso, tan cerca. Demasiado cerca. El vértigo la toma por sorpresa.

La ve primero él. Un hombre de unos sesenta, vestido con camisa a cuadros y una mochila pequeña en la espalda. Lleva rato observándola con una preocupación silenciosa. Notó cómo se aferra al bolso, cómo sus ojos se van apagando, cómo se tambalea. Cuando ella se inclina peligrosamente hacia las vías, él actúa por instinto: la sujeta del brazo con fuerza, tirando de ella hacia atrás justo cuando su cuerpo ya parecía rendirse.

Ella grita. —¡Suélteme! —aterrada, sin saber de dónde ha salido ese contacto brusco.

Alguien más grita: —¡La está acosando!

Y entonces comienza el caos.

Un grupo de pasajeros interviene. Lo separan de ella a empujones. La chica, pálida, confundida, apenas logra balbucear algo entre lágrimas.

¡Degenerado! —vocifera alguien.

¡Otra más y no hacemos nada! —dice otra voz, encendida por la indignación colectiva.

La policía del metro llega de inmediato, como invocada por la indignación viral. Dos oficiales lo rodean. Él intenta hablar, pero las palabras se le enredan entre la respiración agitada y el escándalo. Señala a la chica, balbucea algo sobre “ayudar”, “desmayo”, “peligro”, pero ya no importaba.

Ella no intenta detenerlos.

El hombre es llevado escaleras arriba, esposado, sin haber podido explicar que no quería tocarla, que solo la sostuvo para que no cayera a las vías, que solo reaccionó.

Hasta el umbral de la salida se escucha el rechinar del freno. El escándalo y una estampida abriéndose paso entre los demás llaga a los oficiales.

Ella, ella lo logró.

Al día siguiente el metro volvió a anunciar las salidas y llegadas de sus trenes. Nadie habla de la joven, del hombre ni del suceso. Las 7:42 a.m. se mira en el reloj de la estación.



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