Me esfuerzo en recodar si alguna vez me he planteado la pregunta: ¿por qué yo? Sin estar total y absolutamente seguro contestaría que nunca me lo he cuestionado. Es posible que la razón resida en que pienso la pregunta en sentido contrario: ¿por qué no? Eso es suficiente para dirigir mis pensamientos hacia otras preocupaciones.
Yo era un niño cuando dormía con mi padre, lo cual me agradaba y quizá por ello nos conectamos mejor el resto de la vida, supongo que en mí se confortaba, era un niño listo y simpático y el más parecido a él, tendría seis años de edad en ese tiempo. Mi madre hacía algunos meses que se había ido y aquella casa estaba sumida en una dolorosa oscuridad. Ahora lo entiendo. A pesar de no ser un niño inquieto, me costaba dormir por las noches, me hacía falta liberar más energía, tal vez las partidas de ajedrez que jugábamos por las noches dejaban mi mente retozando en el tablero claroscuro.
La cama matrimonial donde dormíamos me permitía girar una y otra vez hasta encontrar la bendita historia por la cual zambullirme en algún sueño. Una noche de prolongado insomnio, por alguna razón me incorporé sobre mis codos y la vi…
La casa se componía de dos cuartos grandes, baño, un minúsculo patio en el centro y una cocina; hoy, con un poco de sarcasmo, se podría decir que era de concepto abierto.
“Entró, como si viniera del otro cuarto, el de las mujeres y ahora está acá, en el de los hombres y sigue… sigue caminando sin que nadie haga algo, sin que nadie le pregunte qué quiere, qué se le perdió en esta casa; pero cómo lo harían si están dormidos y yo, engarrotado, congelado de miedo, sin poder mover las manos para arrojarle siquiera la almohada ni las piernas para correr a esconderme; con la boca abierta pero sin poder gritar tampoco, ni patalear, ni taparme, ni despertar a mi papá que duerme a mi lado, o algo. No sé cómo ni cuándo, pero hallé la manera de taparme la cabeza con las cobijas; de verdad que no supe cómo, no lo recuerdo. Como sea me tapo, me cubro la cabeza, aunque ya no puedo hablar ni patalear o quizá sí porque siento que la cama se mueve y seguro soy yo”.
No puedo asegurar qué sucedió con ella ni conmigo. Luego de un rato, tenía la cabeza sobre la almohada e hice por probar mi voz. Ya podía hablar. El mundo se suspendió, como si se hubiese abierto una grieta en la oscuridad y ella pudiese penetrar por ese pequeño espacio cada noche.
Me asomé luego de mucho rato, hoy mismo no podría asegurar cuánto. De conocer alguna oración la hubiese invocado, pero ese pequeño mundo era minúsculo, no daba para nada.
“Ya no hay nadie, siento que las cobijas no me dejan respirar. Los ronquidos de mi papá nunca me dejan dormir, pero en este momento es el ruido más bonito del mundo, es como si me dijera que aquí, aquí cerca de mí, está cuidándome. Lo abrazo y su gran cuerpo hace que me sienta bien; protegido, quiero decir. No pienso levantarme a revisar la casa, si fuera un adulto tal vez tampoco me animaría. Era una mujer de cabello largo y de bata blanca, larga, parecido a un camisón. Su cara no la distinguí, pero ella parecía delgada y alta. Caminaba con tranquilidad, normal, porque así camina la gente normal ¿no?, pero ella no puede serlo, ¿cómo es posible que lo fuera? Andaba sin prisa como si estuviera en su propia casa y tuviera que hacer algo en la cocina, lavar trastes o cocinar o cosas que hacen las mamás. Ya no desperté a mi familia ni hice ninguna locura, mi papá me hubiese dado un jalón de orejas si lo hiciera, me diría: muchacho loco, duérmete. Así era él, decía que se le debe temer más a los vivos”.
El impacto me sumergió en un sueño pesado y espeso que duró años. El día siguiente fue tan común y corriente como cualquier otro: me levanté tarde, desayuné cualquier cosa, hice tarea y me marché a la escuela con mis hermanos. Asistíamos al turno vespertino. Por la noche, hubo las sesiones de ajedrez. Poco hablé, aunque creo que nadie lo notó, acaso mi padre: sentí su mirada preocupada… ¿Sabría algo de las cosas que sucedían en esa casa por las noches? O solo distinguió mi cara de espanto.
En el espacio donde veíamos la televisión había un retrato antiguo, no daguerrotipo, pero sí muy viejo. Según esto era mi abuela, la madre de mi papá. Su cabello largo, rostro afilado y mirada dura, me recordó a la mujer que vi esa noche. Era de tez blanca, como mi papá.
Ha pasado el tiempo, pero la imagen aún la tengo presente, permanece en mi mente y en la memoria de mis sensaciones, como una maldición que me golpea el ánimo y entumece los días soleados. Una sensación de vacío, una pausa, un quiebre de tiempo. Lo llevo grabado o sería más propio decir marcado con hierro incandescente.
“Lo que no vi fue su cara, pero luego creí verla en la foto frente a la tele. Una vez escuché que era mi abuela y me vino, como un rayo, que la señora de la bata era ella. La madre de mi papá. Cuando pasaba por ese pequeño espacio de la casa me volteaba para no verla o para pensar que de alguna manera no se fijaría en mí ni pensara: “es el niño que me espera de noche”. No, no quiero que piense que la espero pues a lo mejor le da por ir a platicar conmigo”.
En una charla familiar, al día siguiente del funeral de mi papá, cuando ya no vivíamos allí, una hermana preguntó si en aquella casa alguien había visto a una mujer de cabello largo con bata blanca. Relató que la había visto en el cuarto de las mujeres, asomada sobre su cama, como buscando algo, pero que aparentemente no reparó en ella.
Nadie más había tenido esa experiencia, yo les comenté la mía. Aunque los demás hermanos no comentaron nada, tampoco hubo burlas, indiferencia o incredulidad. De alguna manera que no lográbamos verbalizar, nunca sentimos estar en un hogar, porque sabíamos que ese lugar era una trampa, un hoyo donde teníamos la sensación de levitar: como si cayéramos y cayéramos, pero no terminábamos de caer. ¿Por qué ella o por qué yo? Pudo ser cualquiera de los hermanos o quizá todos. Tal vez los demás sufrieron otros eventos, pero solo mi hermana y yo nos atrevimos a platicarlo.
Cuentan mis hermanos mayores que la abuela echó de su casa a mi papá cuando apenas era un niño de doce años. Mis abuelos vivieron allí, en ese lugar, hasta su muerte. ¿Esa aparición habrá sido mi abuela?, ¿era un recordatorio para mi padre de que no lo querían allí, ni a él ni a sus hijos? Es difícil asegurar estos pensamientos, pero sino ¿quién era esa mujer tan parecida a mi abuela? Cuando salimos de esa casa hicimos el esfuerzo por olvidar todo, de borrar el pasado, pero al parecer no ha sido posible. Mi hermano mayor, que parecía no escuchar o no hacer caso, de pronto como que quería ponerse de pie, pero trastabilló y se quedó en la silla, con voz temblorosa preguntó cómo era exactamente la mujer. Antes de terminar nos interrumpió: ¿vieron a una mujer… asomada al féretro…? Su actitud… severa… altiva, como si lo… regañara. Vestida con… camisón y su… su cabello. Le quería… preguntar quién… pero no, no… no pude levantarme.



