La mujer tiene la piel pegada al hueso, el cabello enmarañado y los ojos blanquiazules de los ciegos. Su cuerpo enjuto se adivina bajo los andrajos que viste. Del cuello le cuelga un bote lleno de agua que le dificulta caminar, y empeoran el andar las chanclas hechas guiñapos. En la mano derecha porta un manojo de hierbas y en la izquierda empuña un crucifijo. Camina entre los locales del mercado Miguel Hidalgo y cada dos por tres hunde el manojo de hierbas en el agua de la lata y lo sacude sobre niños y niñas que van pasando o encima de los hijos de los vendedores. Despierta recelo entre quienes no conocen su manía. Los locatarios viejos ya no le hacen caso ni le temen. A la letanía que va diciendo la mujer, ya nadie le presta atención. Le da una, dos vueltas al mercado, tropieza, cae y vuelve a levantarse para continuar con su cantinela.
Como si tuviera un reloj interior, a las doce del día la mujer sale corriendo por la diagonal de González Pagés hasta desembocar en el parque Zamora, lo cruza a toda carrera y llega a la esquina de Rayón e Independencia. Da unos cuantos pasos por Independencia, y entra al antiguo edificio de La Lotería Nacional, sube hasta el piso quinto y se detiene en la puerta del departamento quinientos uno.
Frente a la puerta clausurada, empuña con ambas manos el crucifijo, y ahora sí es clara su voz cuando dice:
Yo te conmino Evangelina
que regreses al mundo con vida
a esos niños que mataste
que salieron de tus entrañas
y que tú misma enterraste
en la maceta de tu ventana.
Devuélveles la vida, Evangelina
a esas inocentes criaturitas
o penarás para siempre
no importa si estás viva
o estás muerta
¡hija mía!