Cualquier dictador soñaría con una herramienta eficaz, barata y de uso generalizado, para obligar a sus súbditos a andar por la vida con la cabeza gacha, sin dialogar, ver ni cuestionar nada y creyendo sólo lo que el propio Estado le diga que debe creer, o el número de pares de zapatos que debe poseer para no pasar por ambicioso vulgar.
Los intentos por un sometimiento de tal alcance abundan en la historia y, por lo general, venían acompañados de un enorme aparato burocrático de vigilancia y control, donde todos espiaban a todos, y lleno de aterradores castigos para quien se saliera de la norma y/o el capricho del dictador.
Por supuesto, mantener este tipo de aparatos era costoso y podía implicar cualquier cantidad de errores humanos, voluntarios o no, además de llevar siempre implícito el riesgo de contraer el virus del librepensamiento, bicho mortal para la dictadura.
Imagino a Hitler, Stalin, Mussolini, Trujillo, Villeda o Castro, dedicándole tiempo, mucho tiempo, a pensar cómo resolver esta complicación práctica y, lo peor, sin encontrar la respuesta.
Y es que esa respuesta tardó varias décadas en llegar, pero ya está aquí y parece que nadie se ha dado cuenta.
Se llama teléfono celular.
Basta observar un poco el flujo de personas que caminan por las banquetas en cualquier ciudad del mundo. Las personas van con la cabeza gacha, centrando su atención en una pantalla de 7 por 10 centímetros, sin prestar la menor atención a lo que ocurre a su alrededor, ni mucho menos dialogar o siquiera hablar. Ni pensar en que miren su entorno.
Toda la atención está en lo que pasa en esa pantalla y por lo general son cosas sin relevancia, proporcionadas por un sistema que no alimenta el pensamiento, sino el entretenimiento banal, justo para evitar que las personas piensen.
A este aditamento se suman los audífonos –los hay de infinidad de modelos—que completan el círculo para no escuchar nada, ni prestar atención a ninguna cosa distinta a la que se ve en la pantalla.
La tecnología ha logrado lo que ningún dictador antes alcanzó: el sometimiento absoluto de todas las personas y sin haber invertido apenas e incluso, obligando al propio ciudadano a comprar su grillete o, en este caso, su teléfono “inteligente” que además compran con gusto y con un sentido de logro proporcional al costo del aparato.

Muchos dirán con razón, que estos aparatos tienen detrás una tecnología inimaginable y su capacidad técnica no tiene límites, lo cual en sí mismo es una proeza del talento humano y, además, le permite a cualquiera acceder a verdaderos océanos de información relevante.
Todo esto es cierto. No hay duda. Y en efecto constituye un logro increíble de las habilidades del ser humano.
El problema es que el teléfono celular se ha convertido en un objeto de culto, más que en una herramienta. En un elemento de veneración, en una necesidad enfermiza no para obtener información de calidad, sino para delegar la vida en él.
Tal es el amor a semejante objeto de veneración-sometimiento-dependencia, que muchas personas tienen más de uno de estos aparatos.
Según la consultora The Competitive Intelligence Unit (The CIU), al cierre del segundo trimestre de 2025, el número de líneas de telefonía celular en México era de 153 millones 300 mil, lo que supone que muchos mexicanos tienen más de un aparato de estos.
Por supuesto en estadística las cifras pueden ser engañosas, porque no es real que cada mexicano tenga más de un celular. Hay muchas personas que no tienen ingresos suficientes para comprar uno o incluso, personas que viven donde no hay cobertura para la telefonía celular y por lo tanto no hace falta que tengan un aparato de estos. Pero en números fríos, el promedio de celulares por habitante del país, es mayor a uno.
Esto quiere decir, que la gran mayoría de la población anda sometida, con la cabeza gacha, caminando como autómata mientras mira fijamente una pantallita de 7 por 10 centímetros, viendo y escuchando cosas intrascendentes ¡por su propia voluntad!
Por supuesto con un internet medianamente decente, estos aparatos sirven para ver información de una calidad nunca antes alcanzable para un ser humano cualquiera. Imagino a Voltaire vuelto loco de alegría por tener en sus manos la Enciclopedia más potente, ambiciosa y completa que él no pudiera haber soñado ni en sus más delirantes fantasías.
En efecto, todo eso está ahí, al alcance de la mano y en su mayoría en formatos gratuitos.
Pero la gran mayoría de la población decide usarlos para enajenarse de manera dócil a una vida moderna que los tiene sometidos, como hubiera deseado cualquier dictador.



