En su orquestación austera —soprano, contratenor (alto), tenor, violín, viola y violonchelo— encontramos las primeras señales del minimalismo de Arvo Pärt, del cual es uno de los máximos exponentes. Este análisis se centra en la versión original de 1985, más cercana a la seducción del compositor por el tema, donde esta sencillez se convierte en vía sagrada hacia lo eterno.
El silencio inicial se rompe de forma íntima y sutil con un La6 en el violín: la primera célula de este microcosmos Pärtiano. Dos tiempos después, se suma un Do6 en la viola y, en el primer tiempo del siguiente compás, un Mi5 en el violonchelo. Así se nos revela la tonalidad de la obra: La menor.
Son notas altísimas, cercanas al límite del registro de cada instrumento, como si rozaran el umbral del decir. Lo mismo sucederá con las voces. ¿Será este límite análogo al que enfrentamos ante la pérdida?
Cada línea melódica avanza por grado conjunto, como si el movimiento mismo estuviera restringido por la pena. Frente a un ataúd, también caminamos de puntillas, solemnes y respetuosos.
En esta primera parte, la textura canónica sostiene el desarrollo. Tres voces presentan el tema. Desde sus primeras notas, la música presagia desolación. Como oyentes, inevitablemente nos preguntamos:
¿Qué pudo haber pasado, que no queda nada?
¿Qué merece ser descrito con tan profunda tristeza?
En el compás 33, la soprano irrumpe con un Do6. El efecto es sobrecogedor. Entona una letra “A” que parece no provenir de una voz humana, recordándonos aquella idea Mahleriana: “Las voces ya no parecen voces, sino soles o estrellas”. Al celestial vocalise se suman el contratenor, en un Do5, y el tenor en un Mi4, replicando la idea canónica que introdujeron las cuerdas.
Todo desciende. Las voces, los instrumentos. Todo desciende, y nosotros con ellos. Esa caída se convierte en un llanto contenido que, poco a poco, se libera y nos empapa.
Y solo entonces somos capaces de responder a las preguntas iniciales:
¿Qué pudo haber pasado, que no queda nada? Pasó una pérdida.
Y era falsa nuestra idea: queda algo. ¡Queda mucho!
Queda el dolor, y es inmenso.
La inicial letra “A” revela su verdadera naturaleza: es parte de la primera palabra del texto, Amén.
En medio de nuestras horas más oscuras, brota una plegaria honesta y desnuda.
Hacia el compás 91, las cuerdas retoman su soledad. El movimiento descendente persiste, arrastrándonos a una atmósfera densa, casi depresiva. Así se nos presenta el inicio del Stabat Mater. ¿Por qué empezar de esta manera excepcional? Amén suele ser la conclusión del texto tradicional. Perdió su carácter de cierre, por el contrario, así como apertura musical, abre la herida.
¿Y qué es el Stabat Mater?
Es el eco de una madre que, firme ante lo inconcebible, permanece de pie junto al hijo agonizante. No cae, no huye, no maldice. Está ahí, sosteniendo el dolor como se sostiene el mundo antes de desmoronarse. Más allá del símbolo religioso, asistimos a la representación del sacrificio más puro.
En el compás 109, sobre un acorde de La menor, las voces revelan la naturaleza del canto fúnebre:
Stabat Mater dolorosa,
Iuxta crucem lacrimosa,
Dum pendebat Filius.
La expresión Stabat Mater, que significa «Estaba de pie la Madre», se desplaza desde el siglo XIII hasta hoy. Nos obliga a mirar lo insoportable. No apartamos la vista de esa imagen petrificada, esa madre inmóvil que sostiene lo insostenible.
El movimiento arpegiado de las voces refuerza la idea de imagen repetida, casi como lo describe Zizek:
…Una imagen condenada a perpetuarse. Y esa idea es aterradora porque esa imagen está atrapada en un dolor infinito.
En el compás 120, el contratenor, a capela, continúa la narración en el mismo movimiento por segundas, respondido por el violín:
Cujus animam gementem,
Contristatam…
Se suma el tenor:
O quam tristis et afflicta
Fuit illa benedicta,
Mater Unigeniti.
En el compás 157 emerge una nueva sección. El violín canta alrededor de la nota La, acompañado por la viola y el violonchelo. Es apenas un instante animoso. Pensamos en Aronofsky y Hunter:
“Sabía que el autor intentaba salvarnos de su propia triste historia, aunque solo fuera por un rato.”
Pero el respiro es fugaz. En el compás 179 regresa el tempo inicial y la sección A, con ligeras variaciones:
Quis est homo, qui non fleret,
Christi matrem si videret
In tanto supplicio?
En el compás 261 vuelve el tema B, ahora incompleto. ¿Acaso sugiere esos recuerdos felices que asaltan la memoria frente a la muerte? Quizá. Tal vez la infancia de Jesús, recuerdos perdidos en la mente de la Sancta mater.
En el compás 273 retorna la sección A, con el tenor iniciando el canto y sumándose las demás voces:
Sancta Mater, istud agas,
Crucifixi fige plagas…
El clímax llega en el compás 355, con una sección inesperadamente animada. Por primera y única vez, la obra alcanza un fortissimo. Pero no es alivio. Es angustia. Ese último aliento antes del fin es feroz y desesperado.
Aquí, Pärt construye un puente entre siglos. Aunque la escena es bíblica, resuena con la tragedia de su Estonia natal: una madre cuyo hijo es ejecutado por el poder.
En el compás 378, regresa el tempo inicial y la sección A. La soprano, seguida por las demás voces, entona:
Fac me plagis vulnerari,
Cruce fac inebriari
Et cruore Filii.
El minimalismo, con su parsimonia y su precisión, nos permite contemplar cada palabra del texto, cada respiración del dolor.
La obra se cierra en el compás 442, con aquella misma “A” inicial prolongada en voz de la soprano, que se transforma en el último Amén. Ahora, en un registro más central, no es clímax sino desfallecimiento.
Cerrar e iniciar con Amén no es solo un gesto formal. Es una entrega. Un círculo perfecto en el que el dolor se pone en manos más altas, donde la resignación y la fe, susurran: “Así sea”.
Y queda suspendida esa imagen:
La música de Pärt ha moldeado en el aire lo que Miguel Ángel cinceló en mármol: La Pietà.
En apenas media hora, este Stabat Mater minimalista se convierte en piedra sonora. Cada nota, precisa y desnuda, cae como un golpe de cincel sobre el silencio, hasta esculpir una figura suspendida: la Madre que carga, por última vez, el cuerpo sin vida de su hijo.
No hay exceso, no hay ornamento. Solo la materia esencial del dolor, tallada en la transparencia del sonido.
Asistimos a esa despedida que es, al mismo tiempo, entrega, oración y abismo.
Durante esos treinta minutos, la música se detiene en lo eterno. Nos deja frente a esa madre inmóvil que sostiene lo que no puede sostenerse: el peso aplastante de lo que se ha ido para siempre.
Y nosotros, al contemplarla, quedamos también de pie, como ella, sin más remedio que sostener el silencio que queda después.
Estudió en la Facultad de Música de la UNAM. Debe su formación como escritora al taller Gesta Cuentos, del que también fue co-coordinadora. Escritora publicada Ganadora del concurso interno de poesía de la Academia Literaria de la Ciudad de México, de la cual es miembro titular desde 2021. Karla es creadora del taller Cuentoskopía y de la revista “Tinta y Celuloide”.