Música del Demonio

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“¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la aurora!” —Isaías 14:12

I. Cuando el ángel cayó, llevaba su lira consigo.
¿Cómo habría sido el descenso de Lucifer, el portador de la luz? ¿Algo parecido a los coros empleados en las películas del Anticristo —una mezcla entre el Dies irae del Réquiem de Verdi y el Oh Fortuna de Carmina Burana de Orff— atravesando los cielos?

No nos referimos a un simple ángel, sino al más bello, al más brillante. Seguramente el exiliado Ser llevaría entre sus alas algunos secretos sobre la creación, el humano y, por qué no, sobre el sonido.

Su rebelión inició contra la autoridad divina: implicó una ruptura de la armonía en más de un sentido. Desde entonces, en cada disonancia, en cada tritono prohibido, en cada canto blasfemo… hay un contrapunto oculto: el eco de aquella primigenia rebeldía.

Este es un viaje por las composiciones del ángel sublevado: desde el tritono medieval hasta los himnos negros del metal; desde las visiones de Tartini y las manos sobrenaturales de Paganini, hasta las sombras barrocas de Bach y los aquelarres musicales de Berlioz y Liszt.

II. En el tritono, el diablo no se esconde: baila.
Durante la Edad Media, los teóricos de la música hablaban con cautela de un intervalo clandestino: el tritono, conocido como diabolus in musica. Cuarta aumentada o quinta disminuida, esta disonancia abría una fisura en la armonía y en el escucha.

Guido d’Arezzo lo evitaba; los tratados lo prohibían; el oído común lo rechazaba. Pero el Diablo, como todo lo marginal, aprende a hablar donde le niegan la palabra. Y el tritono, ese zarpazo auditivo, se infiltró en himnos, misas, las oscuras armonías de Bach y los primeros acordes de Black Sabbath.

III. Quien ha escuchado al diablo tocar, ya no puede vivir en silencio.
Cuenta cierta leyenda que Giuseppe Tartini, mientras dormía, fue visitado por el Demonio. No lo tentó con mujeres ni riquezas, sino con música. Le pidió el violín y ejecutó una sonata de belleza tan sobrehumana que, al despertar, transcribió lo más que le fue posible. Así nació la Sonata del trino del Diablo, una de las piezas más inquietantes del barroco tardío.

¿Qué parte de la mente humana —o del alma— puede generar música que se atribuya al mismísimo Príncipe del Abismo? Inspiración e invocación duermen abrazadas en el inconsciente.

IV. El diablo no exige almas: pide un violín, y espera.
Niccolò Paganini parecía tener una apariencia de otro mundo y dedos espectrales. Durante sus conciertos, dejaba a las multitudes en trance. Su virtuosismo alimentó la leyenda de que tenía un pacto con el Diablo.

“Hay algo profundamente inquietante en un hombre que domina tanto su instrumento que lo hace sufrir”, escribió Heinrich Heine sobre él.

Existe la hipótesis de que Paganini pudo haber tenido el síndrome de Ehlers-Danlos, lo que explicaría su movilidad excepcional. Pero su sobrenombre —“El violinista del diablo”— habla más de la fascinación ante un talento inhumano que de una alianza infernal.

V. La música es un atajo al alma; por eso el demonio la prefiere a la espada.
Héctor Berlioz compuso La sinfonía fantástica tras un delirio de opio y obsesión amorosa. En su quinto movimiento, los muertos danzan en un aquelarre; la melodía del Dies irae se transforma en burla grotesca. El himno medieval deja de ser templo y se convierte en ritual pagano.

Franz Liszt, por su parte, compuso el Vals de Mephisto inspirado en una escena del Fausto de Lenau: el Diablo toca el violín en una taberna mientras las parejas giran como marionetas encantadas. No hay infierno aquí, sólo un deseo ardiente. Curiosamente, Liszt fue también monje. En él, lo sacro y lo demoníaco convivieron en santa armonía.

VI. El infierno también tiene un órgano, para que lo toquen quienes creen que se salvarán.
La Tocata y fuga en re menor, BWV 565, atribuida a Bach, se convirtió en emblema sonoro del horror gracias al cine. Con ella de fondo se abren criptas, se revelan vampiros e invocan tormentas.

En 1999, el musicólogo Peter Williams señaló anomalías estilísticas en la obra: octavas paralelas, armonías primitivas, cadencia plagal menor… todo ello la hace un fantasma dentro del repertorio de Bach. ¿Será esa rareza lo que la volvió favorita del terror?

Dejando un poco de lado a los compositores, que aunque no escribieron con esa intención se convirtieron en la banda sonora preferida del horror… el arte de la linterna mágica hizo algo muy interesante: transformó la inocencia en arquetipo diabólico. Recordemos el arrullo en El bebé de Rosemary, el canto infantil en Pesadilla en la calle del infierno, o el tema de Candyman, interpretado por una caja de música.

Lo que antes era canto divino, el séptimo arte lo convirtió en conjuro.

VII. El demonio no inventa: parodia. Y en la música, como en la liturgia, invierte para pervertir.
En los años setenta, se aseguraba que si se tocaban algunos discos al revés se escuchaban mensajes satánicos. Stairway to Heaven ocultaba invocaciones. KISS significaba “Knights in Satan’s Service”. Ozzy Osbourne mordía murciélagos en el escenario…

Pero más que mensajes ocultos, lo que asustaba era la libertad, la rebeldía, la carne danzando al ritmo de la distorsión. El rock no se hizo para invocar demonios, sino para desenmascararlos.

VIII. Para el black metal, la distorsión no es ruido: es teología al borde del abismo.
En los noventa, el black metal noruego llevó el juego al límite: iglesias quemadas, asesinatos rituales, letras sin metáforas. Mayhem, Burzum, Gorgoroth: nombres que no buscaban fama, sino transgresión.

Este género no imita el mal: lo representa. Sus guturales son la voz de los poseídos del cine, y también el sonido de exorcismos, definidos como reales por los demonólogos.

El Diablo, aquí, ya no necesita disfraz: grita a plena luz.

IX. El arte que intenta representar al demonio, a veces crea un espejo.
El filósofo Georges Bataille escribió: “El arte no es bello: es sagrado. Y como todo lo sagrado, contiene una herida”.
La música que explora lo oscuro no siempre glorifica al mal: a veces lo exorciza. Pero, con frecuencia, seduce.
¿Puede un artista invocar algo sin saberlo? Tal vez sí. No a ese Diablo con cuernos rojos, sino a una parte de sí mismo: la que permanece oculta, la que se niega.
Quien es capaz de reconocer sus propias sombras está, sin duda, muy cerca del poder del ángel caído.

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