En el corazón del siglo XVI, cuando las ansias de gloria y riqueza empujaban a los hombres a cruzar océanos, un hidalgo extremeño llamado Hernán Cortés cambiaría el destino de un continente. Con apenas seiscientos hombres, y el apoyo invaluable de pueblos que ansiaban romper las cadenas del dominio azteca, emprendió una de las gestas más memorables —y controvertidas— de la historia: la conquista de Tenochtitlán.
Cortés no era un improvisado. Curtido en las islas del Caribe, había servido como secretario del gobernador Diego Velázquez en Cuba. Fue este quien, en 1518, le encomendó una expedición que debía limitarse a la exploración. Pero Cortés, movido por ambición y visión, la convirtió en empresa de conquista. Zarpó hacia tierras desconocidas, desobedeciendo a su superior y confiando en su propio juicio.
En abril de 1519, sus naves tocaron las costas de lo que hoy es Veracruz. Allí comenzó una odisea marcada por alianzas, batallas y traiciones. Pronto se reveló la clave del éxito: sumar aliados indígenas. El primero fue el señorío de Cempoala, seguido de los aguerridos tlaxcaltecas, eternos enemigos de los mexicas. Fue también entonces cuando surgió una figura central en esta historia: Malinche, mujer sabia, políglota, y enlace vital entre dos mundos. Ella fue intérprete, consejera y madre de Martín, hijo mestizo de Cortés y símbolo del nuevo mundo que nacía en medio del fuego y la palabra.
Los españoles avanzaron por tierras hostiles, enfrentando a pueblos como los cholultecas, que intentaron emboscarlos, y que por ello vieron sus calles arder. La guerra no era solo entre conquistadores y conquistados, sino entre viejos enemigos que vieron en los recién llegados una oportunidad de revancha.
En noviembre de 1519, el gran Moctezuma abrió las puertas de su capital, Tenochtitlán, a los forasteros. Cortés, astuto, convirtió su hospitalidad en prisión. El emperador fue tomado como rehén en su propio palacio. Pero la calma fue breve. En ausencia de Cortés, Pedro de Alvarado ordenó una matanza en el Templo Mayor, encendiendo la rebelión. Moctezuma murió apedreado por su propio pueblo y los españoles huyeron bajo el amparo de la noche, en una tragedia conocida como “La Noche Triste”.
Pero la historia no terminó ahí. Cortés reorganizó sus fuerzas, ganó en Otumba, y regresó con determinación. El asedio final comenzó en abril de 1521. Durante tres largos meses, la capital azteca resistió entre el hambre, la enfermedad y el abandono. La viruela, llegada con los europeos, fue el aliado invisible que debilitó la defensa. El 13 de agosto, Cuauhtémoc, último tlatoani, cayó prisionero. Tenochtitlán se rindió, destruida y vencida.
La victoria no fue solo militar. Fue también política, espiritual y simbólica. La Corona española, inquieta ante el poder de los conquistadores, estableció nuevas leyes y fundó el Virreinato de la Nueva España. Se prohibieron las encomiendas hereditarias, se fundaron instituciones y se promovió la evangelización como nueva forma de dominio. Pueblos como los purépechas se rindieron no ante la espada, sino ante la cruz.
Y, sin embargo, los antiguos aliados indígenas no fueron meros espectadores. Algunos, como los tlaxcaltecas, continuaron conquistando junto a los españoles y obtuvieron privilegios. Otros, como los habitantes de Teloloapan, levantaron la voz contra los abusos coloniales, como se ve en códices que aún relatan sus agravios.
La caída de Tenochtitlán no fue el fin, sino el principio de un nuevo orden, de una mezcla forzada de mundos, de una América que cambiaría para siempre, no sin dolor, ni sangre, ni memoria.