En Oaxaca hay una melodía que se alza sobre todas las demás, incluso sobre el tiempo. Se interpreta lo mismo en bodas que en funerales, en fiestas patronales o en homenajes solemnes. Es imprescindible tanto en los momentos de júbilo como en los de dolor.
Su nombre es una afirmación de fe y esperanza: “Dios nunca muere.”
No hay oaxaqueño que no la reconozca desde sus primeras notas. Al escucharla, puede ponerse a bailar si se trata de una fiesta, a cantar si es una ceremonia, o simplemente ponerse de pie, como si de su himno se tratara.
Más que una canción, es una oración colectiva, una bandera emocional, identidad orgullosa y lazo invisible que une a los vivos con los que ya partieron.
Después del solemne preludio —que recuerda a una marcha—, el vals comienza con una profundidad casi filosófica:
“Muere el sol en los montes con la luz que agoniza,
pues la vida en su prisa nos conduce a morir.”
El ocaso del sol simboliza el fin de la existencia. La “luz que agoniza” refleja la fragilidad humana, mientras que la “prisa de la vida” sugiere que el tiempo nos empuja hacia lo inevitable: la muerte.
Pero no hay desesperación aquí, solo conciencia. El narrador observa el fin con serenidad, como algo natural.

El compositor y su despedida
La historia de “Dios nunca muere” comienza con su autor, Macedonio Alcalá Prieto, músico oaxaqueño nacido en 1831 en la ciudad de Oaxaca. Vivió tiempos difíciles: la inestabilidad política y la pobreza marcaron su existencia, pero también su inspiración.
Se cuenta que, enfermo y sin recursos, compuso esta obra en sus últimos días, como una plegaria antes de morir.
La pieza fue estrenada hacia 1868 y pronto se convirtió en una suerte de testamento musical. Alcalá falleció poco después, dejando pocas composiciones, pero esta bastó para inmortalizarlo.
No se sabe con certeza si el título fue elegido por él o por sus contemporáneos; lo cierto es que el mensaje trascendió toda biografía.
“Pero no importa saber que voy a tener el mismo final,
porque me queda el consuelo que Dios nunca morirá.”
Aquí está el núcleo espiritual de la letra: la aceptación de la mortalidad desde la certeza de lo divino.
La muerte pierde su peso trágico; si Dios —como símbolo de vida, amor o eternidad— no muere, entonces nosotros tampoco.

Una música que consuela y enaltece
El vals está escrito en tonalidad menor, lo que le da un carácter casi sacro.
Su estructura, melancólica y danzable al mismo tiempo, encarna la paradoja mexicana: bailar con la muerte, también comerla en forma de calaverita de azúcar.
En Oaxaca se dice que, cuando una banda toca “Dios nunca muere” en el panteón, el alma del difunto escucha su nombre entre las notas.
“Voy a dejar las cosas que amé, la tierra ideal que me vio nacer,
pero sé que después habré de gozar
la dicha y la paz que en Dios hallaré.”
Esta estrofa es una despedida amorosa del mundo.
Reconoce el dolor de dejar lo querido —la tierra natal, los afectos—, pero lo compensa con la promesa de una paz perpetua.
El tono es de aceptación, no de lamento: hay gratitud, ternura y fe en un reencuentro más allá de la existencia terrenal.

Símbolo de identidad oaxaqueña
Con el tiempo, “Dios nunca muere” fue adoptada como himno no oficial de Oaxaca, símbolo sonoro de su espíritu mestizo y devoto.
Se interpreta en actos cívicos, en escuelas, en las Guelaguetzas y en ceremonias solemnes.
Cada instrumento —trompeta, clarinete, tuba—, con el inconfundible sonido de la banda oaxaqueña, se vuelve la voz de un pueblo entero cantándole a la eternidad.
“Sé que la vida empieza
en donde se piensa
que la realidad termina.”
Uno de los versos más bellos y profundos del poema.
Expresa una idea trascendental: la muerte no es el fin, sino un comienzo.
Allí donde creemos que la vida se extingue, inicia otra forma de existencia —espiritual, simbólica o eterna—.
Este verso sintetiza una cosmovisión heredada desde tiempos prehispánicos: la muerte no se teme, es un agente de transformación.

De la partitura al mito
La canción ha sido interpretada por innumerables artistas —desde bandas comunitarias hasta voces como las de Pedro Infante, Eugenia León o Lila Downs—, y cada versión aporta un matiz distinto: a veces plegaria, a veces orgullo.
Siempre, es un hilo que cose la memoria colectiva.
“Sé que una nueva luz habrá de alcanzar nuestra soledad,
y que todo aquel que llega a morir
empieza a vivir una eternidad.”
El cierre es una afirmación de resurrección interior.
La “nueva luz” representa el conocimiento o la presencia divina que disipa la oscuridad de la muerte.
Y la “eternidad” no se presenta como dogma, sino como continuidad del espíritu: la conciencia que se une al todo.
“Dios nunca muere” ha trascendido su tiempo y a su autor.
Es una oración cuyo templo es cada mexicano; un poema filosófico-musical que expresa lo esencial:
que el alma no muere mientras alguien la recuerde.
Y mientras las bandas de Oaxaca sigan tocando sus acordes, Macedonio Alcalá tampoco morirá.
“Muere el sol en los montes
con la luz que agoniza,
pues la vida en su prisa
nos conduce a morir.”



