Alicia, Švankmajer y el alma del surrealismo animado

Un sueño victoriano que nunca termina

Cuando Lewis Carroll creó para Alice Liddell el relato que después sería Alicia en el País de las Maravillas (1865), no imaginó que sembraría una semilla destinada a germinar hasta nuestros días. Mucho menos podía prever que brotaría en los rincones más oscuros de la imaginación. Lo que nació como pasatiempo infantil se convirtió en espejo de lo imposible: cuerpos que se expanden y se contraen, animales que hablan, objetos que conspiran en silencio. La moral rígida del siglo XIX tembló ante una fábula que difuminaba la frontera entre vigilia y ensoñación.

Mutaciones de un clásico

Con el tiempo, Alicia cambió de rostro. Disney (1951) vistió el absurdo con colores amables; Tim Burton (2010–2016) lo condujo hacia un gótico de cuento. Pero fue Jan Švankmajer quien, en 1988, despojó al mito de toda dulzura y lo arrojó a un sótano húmedo, donde muñecas de porcelana parpadean con vida prestada, conejos sangran aserrín y cada taza, cada calcetín, cada puerta oculta una amenaza secreta.

El alquimista checo

Nacido en Praga en 1934, Švankmajer ha sido llamado alquimista de lo perturbador. Su arte combina el stop-motion con el teatro de marionetas, la arcilla y la taxidermia. Nada en su cine busca embellecer: todo apunta a lo rugoso, lo áspero, lo incómodo. Se inspira en el teatro negro de su ciudad y dialoga con Arcimboldo, Poe, Fausto y el propio Carroll, a quien consideró un surrealista avant la lettre.

Obsesiones y símbolos

“Sé un completo sumiso de tus obsesiones”, sentencia Švankmajer. Y en efecto, sus películas reiteran motivos que se convierten en un ostinato visual: la comida como rito, el consumismo y la violencia, el cuerpo como territorio vulnerable, la revuelta, el inconsciente, la muerte.
Su Něco z Alenky (Algo sobre Alicia), título original de la cinta, conserva ecos del relato victoriano pero está impregnada de muerte. Sus imágenes dialogan con la antigua tradición de la vanitas, ese género artístico que recuerda la fugacidad de la vida mediante cráneos, relojes y despojos.

Surrealismo: entre sueño y ciencia

Estas fijaciones enlazan con la raíz misma del surrealismo, nacido como rebelión estética y visto por la ciencia como un espejo de la mente. Allí donde la razón se diluye, el cerebro enciende conexiones improbables: relojes que sangran, muñecas que respiran, gatos que transitan entre la vida y la muerte. En ese cruce —entre lo absurdo y lo familiar, lo fascinante y lo siniestro— la memoria graba las imágenes con la intensidad de un sueño imposible de olvidar.

Alicia como rito de paso

En manos de Švankmajer, la aventura deja de ser juego y se convierte en rito de paso. La comida envenena, el cuerpo se recompone a jirones, el tiempo se derrama como polvo. Incluso la forma del filme contribuye a esa metamorfosis:

  • El formato 4:3, ya anticuado en 1988, encierra a la niña en un gabinete de objetos y taxidermias. La sensación claustrofóbica refuerza el efecto de teatro de marionetas.

  • La paleta terrosa de marrones y grises transforma cada rincón en materia áspera, orgánica, casi palpable.

  • La música abre con un piano infantil que sugiere inocencia, pero pronto se revela como un engaño: un eco mecánico que anticipa el rumor de tijeras, relojes y huesos. La infancia, lejos de refugio, se convierte en el territorio donde lo siniestro florece.

Epílogo: entre Carroll, Švankmajer y más allá

Si Carroll abrió la puerta al sueño, Švankmajer mostró que esa puerta también conduce a la pesadilla. En ese territorio intermedio, la animación deja de ser mero movimiento: se convierte en alma prestada, espíritu que respira en lo inerte, recordándonos que hay fragmentos de nosotros siempre dispuestos a despertar en formas inesperadas.
Así, de Carroll a Švankmajer y más allá, Alicia no deja de ser un espejo roto donde la mente experimenta consigo misma: un laboratorio de sueños en el que cada fragmento nos devuelve, como un eco, la verdad de nuestras pesadillas.

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