UNA NEGOCIACIÓN IMPOSIBLE

Te escondes en ese como callejón. ¿Crees que no se ha dado cuenta que quieres escapar? Eres ingenua, tu cerebrito no da más que para una chingada. Quizá no lo sepas, o no alcances a comprender el embrollo donde te metiste buscando un lugar seguro. Todas quieren lo mismo: un hogar dónde sentirse cómodas, cálidas en los días fríos. Un lugar donde, sí, abunde la comida, aunque sean puros desperdicios. Pero ya lo ves, apenas pusiste una pata en esta casa y pretendiste ser la reina, estar a tus anchas, soñaste con ser la propietaria, reventarte el vientre con tus horrendos vástagos y convertirlos en herederos de un hogar donde te tratan como a un bicho. Tonta. Ambos lo saben. Corrijo, él lo sabe, quizá tú lo intuyes.

Y ahora estás molesta, ¡vaya insensatez! Vas y vienes en ese estúpido y minúsculo lugar donde intentas pasar desapercibida. No quisiera decirlo de esta manera, pero vas directo a tu fin; mejor ni asomes tu cabezota. No hay misericordia para alguien tan despreciable como tú. Te resulta imposible reprimir tu furia, como si lograras entender la situación. Lo tomaste desprevenido, para eso la gente nunca se prepara. Tú tampoco. Alguien tan indeseable es un peligro. Un ser tan repugnante es una letalidad. Te espera pacientemente, lo ha aprendido por siglos, es el mejor cazador de la historia, aunque tú seas la mejor sobreviviente. Eres resiliente, lo llevas en la maldita sangre.

Los minutos se suceden como horas, él no encuentra la forma de entrar donde te encuentras agazapada, temerosa. ¿Tienes miedo y esperas un milagro? No, tú no sabes de esas cosas. Falta poco para el amanecer, sería mejor que busques otro refugio, pero es demasiado tarde. Lo sabes, es peligroso andar a plena luz del día. En un punto, él parece reflexionar, como si se arrepintiera de lo que está a punto de acontecer: una guerra a muerte. Debes largarte. Eres incapaz de negociar, aunque tuvieses oportunidad. Cabeza dura. Te encuentras en una situación sin salida y él no parece dispuesto a dejarte el campo libre. Hace frío y ese rincón debe ser helado. De pronto, en segundos se sucede todo: tu necia temeridad se arroja con toda su inmunda existencia. Te mide con precisión y reacciona en consecuencia ¡Zas! Le basta un golpe. Hubiese sido mejor otro camino, casi te lo escupió en tu chata cara. Al fin, antes de que el sol se asome, mira con repulsión ese color café amarillento embarrado entre su pantufla de garra y la loseta del baño. ¡Maldita cucaracha! Alcanza a gritarte.

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