Aceptemos lo evidente: el cine que conocimos se metamorfoseó.
Aquello de la oruga que rompe el capullo y… quizá la mariposa no guste a todos, pero las que no logran transformarse mueren en el intento.
A propósito de capullos: vivimos entre notificaciones, estrés y multitareas. El séptimo arte responde con saturación visual, estímulos constantes y ritmos frenéticos.
Porque el cine ya no compite con la televisión: lucha directamente con el celular.
El scrolling dejó nuestro umbral de atención herido. Por eso aparecen obras fílmicas que entienden que, si la imagen no vibra como un videojuego, el espectador se desvanece.
¿Exceso? Sí. ¿Intencional? También.
El cine no se volvió ruidoso. Nosotros nos volvimos ruido,
y el cine solo intenta hablarnos en nuestro propio idioma.
Cuando los números piden crédito inicial
¿Qué ocurre con quienes aprendimos a ver cine sin ese estruendo? Sin esa saturación.
¿Qué pasa con quienes aún buscamos silencio, oscuridad y un plano secuencia que respire?
Este texto es para ellos —para nosotros, en parte—.
Antes de indignarnos, recordemos algo incómodo:
Un estudio del IMCINE encontró que el 64 % de quienes asisten al cine tienen entre 18 y 33 años.
Quizá el público mayor —el que creció en butacas— se esté mudando a las plataformas.
Entre algoritmos, tendencias de consumo, decisiones de los estudios y el dominio del streaming, la industria cinematográfica termina persiguiendo al público que llega… mientras deja atrás al que se fue.

Neurocine: cuando las neuronas hacen “pop” como palomitas
- Recompensa alterada: El cerebro habituado a dopamina rápida siente el cine “lento” al inicio, generando inquietud o el impulso de revisar el celular.
- Atención débil: La combinación de oscuridad y ritmo pausado genera ansiedad ligera y dificulta ingresar a la narrativa.
- Adaptación tardía: Tras 20–40 minutos, baja la multitarea y aumenta la inmersión. Si no se supera esa incomodidad inicial, la película se percibe eterna.
- Emoción profunda: El cine activa emociones sostenidas que pueden sentirse intensas frente a la fugacidad del scroll.
- Abstinencia de estímulo: La falta de multitarea provoca inquietud física y mental: un micro-síndrome de abstinencia del celular.
- Gimnasio atencional: Ver una película sin distracciones fortalece la atención y reentrena al cerebro para la recompensa lenta.

Cuatro consejos para no perder la escena (ni la paciencia)
- Si alguien come palomitas y te molesta el crujir, recuerda:
a) Tal vez sea el primer alimento del día para esa persona.
b) O puede ser nuestra propia atención reducida —vida adulta, agotamiento, la idea del cine como templo— la que exagera el ruido. - El cine es arte, sí, pero también espacio público y de diversión.
Cada vez precisamos más de esos lugares.
Todas las personas necesitamos sanar. A veces lo único que tenemos es esa butaca, esa pantalla, ese respiro. - Si te patean el asiento, recuerda algo esencial:
Esa persona llegó después de ocho horas de trabajo (o más), de estar sentada todo el día o de un empleo donde no pudo sentarse.
No justifica la patada, pero permite una perspectiva antes de explotar.
(Lo digo desde la vergüenza de quien ya lo hizo.) - No todos disfrutan el cine como tú.
No todos lo entienden como tú.
No todos se emocionan como tú.
Y eso no los hace menos dignos de estar ahí.
La apreciación es siempre subjetiva.
¿De verdad queremos un cine sin personas? Solo recordemos lo que nos enseñó la pandemia.
¡El cine sin público no existe! El séptimo arte necesita salas vivas, imperfectas tal vez, pero llenas de humanidad.

Prohibido masticar mamut durante la función
Hay un principio muy antiguo en la historia de la humanidad: durante la noche, nuestros antepasados se reunían. Probablemente alrededor del fuego: era una forma de estar a salvo, de compartir presencia y de sostenerse mutuamente en la incertidumbre. Esa escena —individuos juntos, penumbra alrededor, una luz al centro— es uno de los primeros rituales colectivos que conocemos.
Me gusta imaginar que el cine es una versión moderna de ese impulso. De nuevo nos reunimos en la oscuridad; afuera los peligros cambiaron, pero adentro persiste algo muy humano: acompañarnos mientras alguien cuenta una historia.
Y si en aquella cueva hubiera existido el prejuicio de “vamos a sacar al que mastica su trozo de mamut muy fuerte”, el grupo habría pagado un precio alto. Cada integrante cumplía un papel, y prescindir de alguien por una molestia habría sido renunciar a parte de la fuerza colectiva.
Expulsar a alguien de la sala de cine no amenaza nuestra supervivencia, pero sí empobrece el sentido comunitario que nos trajo hasta aquí, y ese sentido empobrecido tal vez sí sea amenazante para nuestra especie.

Fin de rollo (Y de tanto rollo)
Nuestro cine atraviesa una crisis. No por la calidad de las películas, sino por la fragilidad del vínculo con su público.
El nuevo espectador necesita estímulos, tanto, como el espectador habitual necesita paciencia.
Y ambos requieren un espacio donde coexistir sin expulsarse mutuamente.
Quizá el porvenir del cine no dependa de protegerlo como templo, sino de entenderlo como refugio.
El cine, para seguir existiendo, necesita que las personas vuelvan.
Todas: las sensibles, las ruidosas, las expertas, las que comen palomitas, las silenciosas, las parejitas, las puristas, las agotadas…
Las personas necesitan más cine.
Y el cine necesita más personas.
¿Puede comenzar por esa comprensión nuestro pacto entre quienes aún amamos ese ritual mágico en medio de la oscuridad compartida que llamamos, simplemente, cine?




