TIEMPO TRAICIONERO

Al principio, el tiempo me habló con voz de nana. Me prometió que todo dolor se diluye en sus aguas, que las heridas se vuelven cicatrices invisibles si yo tan solo esperaba. “Ten paciencia”, me susurraba como un amante fiel, “yo soy tu aliado, yo te sostengo”. Y yo le creí.

Pasaron los años y me aferré a esa mentira. El tiempo fue mi bálsamo, mi paño tibio, mi excusa para no correr, para no desesperar. Me repetía como un estribillo: todo pasa, todo pasa. Y yo, obediente, lo dejaba pasar.

Pero ahora, cuando lo miro de frente, descubro su traición. Era un prestamista usurero: me cobró cada segundo con canas plateadas en la sien y con arrugas que se me clavan como surcos de sequía en la piel. El espejo ya no refleja mi rostro, sino el suyo: una mueca cansada, la sombra de lo que fui.

El tiempo ya no me acaricia, me empuja. Se llevó a mis amigos como ladrón de madrugada, me arrebató a mis padres como viento huracanado que apaga velas. Los días de juventud que me parecían interminables ahora se reducen a migajas, y me sorprendo viendo álbumes de fotos como si fueran mapas de un país que ya no existe.

Recuerdo la primera vez que lloré una ausencia: él me prometió que la pena se haría ligera, que bastaba con esperar. Y sí, la herida cicatrizó… pero al precio de una memoria mutilada. El tiempo cura, sí, pero cura arrancando pedazos.

Hoy camino por cementerios donde los nombres familiares se alinean como versos tristes. El tiempo me susurra, cruel: “yo lo advertí, nada es eterno”. Y yo le respondo con rabia: “¿y por qué tú sí lo eres?”. No contesta. Su silencio es la sentencia más amarga.

Mi vida es un reloj de arena que se vacía, grano tras grano, y cada caída me recuerda que el tiempo nunca fue aliado, solo un amante infiel que me prometió eternidad y me entregó despedidas.

El tiempo es traicionero: primero me tendió la mano para que descansara, ahora me la retira para que tropiece. Me enseñó que las promesas no se cumplen, que las horas se fugan, que la paciencia no es virtud sino trampa. Y mientras escribo estas líneas, sé que me observa con su sonrisa de verdugo, contando, con precisión matemática, lo poco que me queda.

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